Dedico estas breves líneas a dar razón vivencial y personal del deseo e ilusión que, hace ya años, tuvimos Julia y yo de hacer donación y testamento de todo nuestro patrimonio al municipio en que nací, en el que pasé mi niñez, en el que he escrito varios de mis libros y artículos y al que he revenido durante muchos años en pensamiento y acción. He pasado muchos veranos y días navideños acompañando a mi madre, fallecido mi padre, y también durante años, cuando me encontraba lejos por razones académicas, he marcado el teléfono del pueblo hora local, todos los domingos al mediodía, desde muchas capitales y Universidades europeas y desde Universidades de Tailandia, China y Japón, de numerosas desde las dos Américas en algunas de las cuales tuve el privilegio he haber permanecido enseñando por meses como profesor visitante, habiendo sido invita do como resultado de mis investigaciones y publicaciones. No es pretensión personal en modo alguno esta letanía geográfica resumida, sino vindicación de que mi pequeño lugar de origen ha estado siempre en mi pensamiento y recuerdo porque el pueblo personifica una etapa prominente de mi vida. ¿Qué quiero decir con todo esto? Que la pequeña, íntima, familiar y local comunidad tiende a protegernos con la ilusión de seguridad porque es el substrato primordial de todo lo humano, la que da forma a la primacía de toda experiencia espiritual que va mucho más allá del riguroso imperativo biológico. Así lo he sentido siempre y lo sigo pensando. ¿Por qué el espíritu del lugar me sigue acompañando con viveza en el atardecer de la vida? Las razones son varias: en los lares nativos gozamos de las primeras experiencias de todos los sentidos, del tacto, de la vista y del oído, aprehendemos el espacio y medimos el tiempo vital, usamos objetos y primeras palabras y vivimos sucesos. Recuerdo como si lo experimentara hoy el sonoro y agradable rumor del agua por los brazales de la huerta, la sorpresa de los nidos vivientes y la verdosa luz de las luciérnagas nocturnas, el trillo de la era, los trabajos y frutos estacionales, las campanas de la torre marcando el tiempo, la iglesia con sus altares floreados y vírgenes policromas, sacralizando el lugar e imponiendo orden, forma y valor moral. Recuerdo las tumbas de mis abuelos y la solidaridad comunal con los muertos, actuada en piedad transcendente, porque ellos no pueden reciprocar; cuando hoy visito con un manojo de rosas el cementerio, el misterioso lugar de reposo sin fin de Julia y de mis padres y donde espero con ellos quedar, ese lugar me invita cada vez más a extraer un rumor de verdad y un eco de transcendencia perdurables. Mi pueblo, inolvidable punto local de pertenencia, sigue siendo hontanar de evocaciones, de nostalgia y melancolía. ¿Cómo voy a olvidar el lugar donde di los primeros pasos y aprendí mis primeras letras? Por todo eso ha sido el lugar primer o y único en nuestro testamento.
Pero hay algo más: recuerdo con verdadera fruición íntima cada una de las numerosas veces que el pueblo me ha honrado y favorecido con título s, honores y privilegios, con celebraciones festivas rituales y condecoraciones y homenajes que me abruman y siguen marcando mi agenda y persona. Ante esta letanía, tan entrañable como honorífica, Julia y yo pensamos, hace ya años repito, que e ra mucho más lo que debíamos nosotros al pueblo que lo que el pueblo nos debía a nosotros, por lo que decidimos, en reciprocidad, mostrar nuestro reconocimiento de la mejor manera acorde con nuestra vida académica, centrada en la Antropología, donando al municipio todo nuestro capital cultural y patrimonial.
Disciplina humanística esta que nos enseña a vivir nuestras raíces y coordenadas plurales de pertenencia, a tener curiosidad por nuestros orígenes, temas y problemas vitales pero viéndolos con imaginación intelectual, a pensarnos a nosotros mismos en relación al Otro, a los demás, es decir, en su extranjeridad inagotable, apreciando los derechos de toda 4 cultura y sus val ores cívicos, a convivir, en una palabra, en racional y humana comunidad.
En síntesis: me agradaría dotar a mi pueblo (que leyendo documentos descubrí, con íntima fruición, que tiene mil años de existencia), con una Fundación activada en un Centro humanístico - fuente y venero de cultura y civismo -, con deseo de que perdure con otros mil años de dinámica existencia.